¿La ciencia impura? Reflexiones sobre el rechazo social a la ciencia

Hace apenas unos meses, la propuesta del partido político Ahora Madrid de declarar Madrid «zona libre de transgénicos» incendió los ánimos de la comunidad científica. Medios de comunicación, redes sociales y blogs de investigadores, divulgadores y asociaciones científicas se llenaron de argumentos contra esta idea, calificada en el mejor de los casos de disparatada. El revuelo fue tal que la propia organización política se vio obligada a reaccionar y a convocar un debate público en el que contrastar y matizar su propuesta.

Por el momento la polémica ha quedado aplazada, pero no cabe duda de que volverá: el rechazo de una parte importante de la sociedad a los avances en biotecnología está lejos de ser vencido.

Existe una preocupación creciente entre la comunidad científica por la percepción que la sociedad tiene de determinados campos de investigación, ya sean emergentes como la biotecnología o viejos conocidos como la química o la farmacia. Y es que no es sólo cuestión de imagen. La opinión pública y la presión social influyen, qué duda cabe, en decisiones políticas y administrativas que pueden, si no impedir, sí poner trabas a la investigación científica. O incluso generar problemas de salud pública, como en el caso el movimiento antivacunas.

En este contexto, cabría pues plantearse preguntas de mayor calado e interrogarnos sobre cuáles son las raíces de la imagen que la sociedad tiene de la ciencia o cuál es el papel que juega la ciencia en las sociedades democráticas modernas.

Éste fue precisamente el tema de una interesante conferencia de la investigadora francesa Bernadette Bensaude-Vincent, que presentaba la traducción al valenciano de su libro «Química: La ciencia impura» en el Instituto de Historia de la Medicina y de la Ciencia «López Piñero» de la Universidad de Valencia. Instituto que, por cierto, fue noticia hace no mucho tiempo por la intención del CSIC de cerrarlo, pero no nos desviemos del tema.

Bernadette Bensaude-Vincent. Fuente: Universitat de València.
Bernadette Bensaude-Vincent. Fuente: Universitat de València.

En su exposición, Bensaude-Vincent trazó un recorrido por la percepción que la sociedad ha tenido de la química a lo largo de la historia, desde sus orígenes hasta la actualidad, y profundizó en las causas de dicha percepción frente a la de otras ciencias como, por ejemplo, las matemáticas o la física, comparativamente bien vistas.

Pero, ¿por qué la química? ¿Y por qué este calificativo de «impura«?

Naturaleza, naturalismo y pesticidas

Bensaude-Vincent partió en su exposición del trabajo del antropólogo Philippe Descola sobre el dualismo entre naturaleza y cultura y la manera en que las distintas sociedades humanas se relacionan con la naturaleza. De acuerdo con Descola, nuestra sociedad occidental se basaría en una concepción naturalista del mundo, la cual introduce la idea de naturaleza como aquella parte del mundo físico que carece de cultura o de rasgos humanos, y establece por tanto una frontera entre lo natural y lo cultural. La definición que Aristóteles hacía de naturaleza o physis ya distinguía entre los seres naturales (aquellos que existen por sí mismos) y los seres fabricados (aquellos que deben su existencia a una acción exterior).

La química tendría el honor de ser la primera ciencia que, más allá de estudiar la naturaleza, trata de replicarla y permite al hombre crear nuevos elementos (nuevos seres naturales en la concepción aristotélica). La química desdibujaría la frontera que separa lo natural de la obra humana, alteraría el orden natural, y de ahí vendría, en consecuencia, su condición de impura.

Esta característica, según Bensaude-Vincent, estaría detrás del rechazo o, cuanto menos, de la desconfianza histórica hacia la ciencia, cuyo mejor ejemplo lo encontramos en la representación del alquimista medieval como hereje, capaz de transmutar los elementos y asemejar al hombre a dios.

Sin embargo, la imagen que la sociedad tiene de la química ha variado a lo largo de su historia. Superada la Edad Media y la alquimia, a partir del siglo XVII la química vivió una edad de oro, en el contexto de la Ilustración y la Revolución Industrial, interrumpida por la introducción de las armas químicas en la Primera Guerra Mundial, y prorrogada en parte durante los años 30 y 40 del siglo XX con la generalización del uso del plástico, que permitió reducir el coste de un gran número de objetos de uso cotidiano y, por tanto, democratizar el acceso de la población a los mismos.

El punto de inflexión definitivo fue la publicación en 1962 del libro «Primavera silenciosa» (Silent Spring) de la bióloga y divulgadora estadounidense Rachel Carson, que denunciaba los efectos de los pesticidas en el medio ambiente y culpaba directamente a la industria química de la creciente contaminación.

La divulgadora estadounidense Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa.
La divulgadora estadounidense Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa.

La multinacional Monsanto trató de replicar con la publicación de una parodia del libro de Carson titulada «The desolate year«, que venía a describir la muerte y la destrucción que se extenderían por Estados Unidos si no se utilizaran los pesticidas, pero tuvo poco éxito. La obra de Carson inspiró todo un movimiento ecologista que condujo a la prohibición del uso del DDT pero, sobre todo, volvió a poner a la química y a su industria en el centro del rechazo social hacia la ciencia.

Y en esa dialéctica seguimos.

En la actualidad, como hemos visto, este rechazo se ha extendido a otros campos como la biotecnología que, al igual que la química, desdibujan las fronteras entre lo natural y lo artificial. La extensión de patentes y otros derechos de propiedad industrial ha hecho de amplificador de este rechazo, pues permitirían «privatizar» esta naturaleza y, aparentemente, limitar el acceso de la sociedad a las ventajas que puede ofrecer el avance científico.

Conclusión y reflexiones

La conclusión de Bensaude-Vincent es que esta crisis de imagen no es, ni mucho menos, circunstancial. La percepción social de la química o de la biotecnología estaría imbricada en nuestros valores culturales y no es algo que vaya a cambiar con una campaña de comunicación o marketing, ni con el denonado esfuerzo de divulgadores y comunicadores científicos.

Por otra parte, despreciar el rechazo hacia la ciencia y considerar esta actitud como obsoleta o irracional es, con toda seguridad, un error. Esta es la estrategia que, en su momento, adoptó Monsanto en relación a Carson y que ha venido empleando la industria y buena parte de la comunidad científica, con pobres resultados.

¿Qué hacer, entonces? Bensaude-Vincent establecía, en primer lugar, la necesidad de comprender los valores culturales que motivan la aceptación o el rechazo público de la ciencia. En segundo lugar, proponía desarrollar una ética de la química y de la biotecnología, para finalmente renegociar sus prioridades a través de un debate participativo y democrático.

De hecho, ésta es una tendencia que poco a poco va introduciéndose en el discurso y en las políticas educativas y científicas. Ejemplo de ello es el programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea, que contempla la participación pública en la ciencia a través de los programas de trabajo sobre ciencia por y para la sociedad y la investigación e innovación responsables (en inglés, Responsible Research and Innovation, RRI).

En cualquier caso, parece claro que es necesario reflexionar sobre la manera en la que comunicamos y compartimos la ciencia. Sobre todo por parte de quienes trabajamos en campos científicos y sectores de especial sensibilidad, porque no es lo mismo hablar del origen del universo o de la evolución de los dinosaurios que de los transgénicos o del desarrollo de nuevos fármacos.

Algo debemos estar haciendo mal si una parte importante de la sociedad sigue desconfiando de nuestro trabajo. Envolverse en el manto de la ciencia y, seamos sinceros, de cierta superioridad intelectual es tentador, pero es una estrategia de comunicación abocada al fracaso.

Los estudios sociales sobre la ciencia pueden, en este sentido, ser de gran ayuda para comprender las barreras culturales a las que nos enfrentamos y elaborar estrategias de comunicación y de participación ciudadana que nos permitan superarlas.


NOTA. La imagen que ilustra la cabecera del artículo corresponde al cuadro «El estudiante de química y farmacia» del pintor austriaco Karl Joseph Litschauer (1830-1871).

Un comentario

Eduardo Madrid 1 septiembre, 2016 Contestar

Muy bueno. Como dice el profesor Jesús G. Maestro, «la cultura es enemiga de la ciencia».

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